César Labastida
Esqueda
Roy Lichteinstein. Paz a través de la química. s/f |
La conferencista, a
quien le disgustaba que le dijeran
doctora, arrojó sus primeros argumentos en el evento académico sobre proyectos
de divulgación y enseñanza de las ciencias que habían organizado los
estudiantes más adelantados de la maestría en educación.
El público asistente
estaba conformado, en su mayoría, por docentes de preescolar, primaria y
secundaria, así que cuando escucharon la ponencia preparada por la doctora que
detestaba ese mote, sus rostros delataron la misma ignorancia que critican
habitualmente en los alumnos.
Las conjeturas con
que la exponente inició el discurso no parecían las hipótesis de un trabajo de
investigación ni un reporte provisional de avances. Eran frases más cercanas a
una oración en latín o a proposiciones categóricas alrededor de los misterios
de la ciencia y la sociedad.
Apoyada por una
presentación en power point, la
información de la conferencia se complejizaba con la involuntaria intermitencia
del micrófono. En la pantalla, iluminada por el proyector, desfilaban las
imágenes de las portadas de libros con títulos en inglés y autores
desconocidos.
En el clímax de la
disertación, una de las asistentes, que demostraba desde el atuendo su filiación
al grupo de preescolar, espetó en voz alta:
-¡Uy, no venía
preparada para una conferencia en otro idioma!
Por desgracia, la
doctora que evadía el alto término académico, no escuchó la queja y continuó
con la homilía; ahora haciendo gala de practicidad. La parte teórica había
quedado atrás, y presumiendo una transcripción que le había hecho a un grupo de
cuarto de primaria durante dos horas de clase, demostró la abundancia de los
datos duros que en 62 páginas de un archivo de word pueden quedar fosilizados, y abrumó a la audiencia, en forma
despiadada, con las interpretaciones de ese códice digital.
Visiblemente
espantada, la educadora de preescolar despidió de nuevo un comentario:
-Si eso es hacer
ciencia, yo paso.
El desenlace de la
exposición se antojaba cercano, pero aún le faltaba a la conferencista describir
todos los procedimientos que validaron las categorías y herramientas que fueron
utilizadas para evaluar aquellos instrumentos asépticos, que dieron como
resultado la explicación científica del proceso de enseñanza-aprendizaje que
ocurrió aquel día, durante dos horas en un salón de cuarto de primaria,
mientras realizaban con su maestra actividades didácticas sobre las partes de
la flor.
Después de esa
disquisición el público quedó un tanto perplejo, sin aliento. Era indudable que
una empresa tan compleja sólo la podía llevar a cabo un científico, un doctor
en cualquier especialidad de alguna ciencia.
La doctora que rehuía
ser llamada doctora se enfiló a las conclusiones y sin ningún recato,
socráticamente, finalizó con una pregunta:
-¿Se dan cuenta
ahora, queridos profesores, de la necesidad imperiosa de divulgar y enseñar
ciencia?
El mutismo
generalizado del auditorio confirmó, irrefutable, dicha necesidad.
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